Angel SanVega

Angel SanVega

viernes, 1 de marzo de 2013

Lección del Martes





Era un martes inconsecuente. Uno de esos días, que parecen innecesarios en el calendario. Ya iba tarde pero siendo un día cualquiera no me molestaba ir retrasado. Después de todo, es bueno que un hombre llegue fuera de tiempo en ocasiones; esto le hace ver más importante y ocupado. No obstante lo cierto es que aun cuando tenía todas las intenciones de llegar tarde mi camino debía estar limpio.
Al bajar los escalones de mármol sentí el sol castigar demasiado para un día de febrero y el calor podía sentirse asando mis adentros bajo el gabán Armani y la camisa de seda. Mis pies me recordaron que bajo los zapatos italianos había un juanete pulsante que habría de hacerme infeliz si no me apresuraba a sentarme en mi auto. Al acercarme a mi Bentley agradecí el poder recostar mi espalda cansada en su cuero blanco. Expectante encendí su melodioso motor. Cerré suavemente los ojos y dejé que la voz de Silvio me relajara; “la canción es la amiga, que me arropa y después me desabriga…” el aire acondicionado acariciaba mi piel y suspiré lamentando tener que ir a trabajar. Pero lo cierto es que las campañas políticas no se pagan solas. Mi carrera de abogado me había llevado hasta aquí y el pueblo necesitaba hombres como yo. Hombres comprometidos con la causa y que conocen el dolor que vive este país.
Desperezándome sorbí los últimos tragos de café con amaretto y revisé mentalmente mi itinerario. Primero desayuno con los religiosos (nota; no olvidar anécdota sobre la iglesia con la familia) luego reunión con las uniones estudiantiles (recordatorio; citar a Chomsky y a Bakunin tan pronto como sea posible). Tan metido estaba en mis pensamientos que no logré percatarme del horrendo tapón que se había formado en mi sendero.  ¿De dónde salió esta invasión de vehículos de motor? Como si yo no tuviera suficientes problemas y cosas que hacer en el día de hoy. Mi incomodidad iba tornándose lentamente en ira pues no solo los vehículos, además mi teléfono comenzaba a tronar recordándome los compromisos previos.
Para calmarme encendí el Habano que llevaba en la guantera y bajé el cristal lo suficiente como para ver el humo escapar. Por unos segundos, ese baile estúpido entre la humareda y el viento me distrajo el tiempo suficiente para que un pequeño vehículo lograra colarse. Un Yugo de esos que ya no existen. Un carrito cubierto por una irregular capa de moho y sucio. En esta parodia de automóvil un único bumper sticker: “La envidia mata”. Y estas tres palabras fueron suficientes como para sacarme de mis casillas.


¿Cómo se atreve un infeliz a cortarle el paso a alguien tan importante? Con cada vuelta de rueda de este animal invadiendo mi espacio mi ira se acrecentaba. Para colmo mi ritmo cardiaco parecía sincronizarse con el bajo disonante que emanaba del coche invasor. El cigarro había comenzado a atragantarse en mi garganta y el encono provocaron una jaqueca horrenda que acrecentaba a medida que los segundos corrían. Mi mente corría a mil millas por minuto en un soliloquio irritado. Me preguntaba a donde podía dirigirse con tanta prisa este pobretón de barrio. Súbitamente su auto tuvo la osadía de casi tocar el mío. Ya esto era demasiado. Era simplemente insufrible. Harto de semejante irrespetuosidad grité; “salte ‘el medio canto de…” acto seguido el chofer se bajo.
Aquello no era un hombre. Era una pared de músculos. Parecía más bien una exageración genética.  Su cabeza rapada brillaba por las perlas de sudor que corrían desde su coronilla hasta sus ojos. Estos centelleaban visiblemente enojados por el insulto que dejé a mitad. Sus hombros anchos parecían hechos de concreto y grafiteados con recuerdos de una prisión. En su codo izquierdo un tatuaje de una tela de araña. Su aspecto de maleante era tan obvio que podría parecer un extra en una de esas películas de gánster. Al notar el pavor en mis ojos se echo a reír y continuó la marcha hacia mi puerta.  Tan petrificado estaba que no me di cuenta cuando lo tuve frente a mí. No recordaba haber bajado tanto el vidrio por lo cual fue más aterrador ver su oscuro y pegajoso brazo. Sorpresivamente no me recibió un puño sino que me arrebató el habano.
“Esto es malo para su salud licenciado.”- Envalentonado por haber sido reconocido saqué todo el pecho que mis miserables 147 libras me permitieron y le espeté-“tú sabes quién soy.”-Pensando que mi status social y relativa fama serían mi salvación.
“Si, pero ahí está su problema licenciado. Yo sé quién eres.” Dicho esto apagó mi cigarro en la palma de su mano. “Pero tú no sabes quién soy yo”. Antes de pensar escapar otra vez su mano entró en mi vehículo como látigo de piel y sudor apagando en un dos por tres el carro y observando las llaves. “Yo, por ejemplo se que vive en la calle Mandrágora 437. Junto con su hermosa esposa y sus dos preciosos niños.” Esta revelación me llevó al borde del infarto. Ya no temía tanto el posible golpe que en el fondo sabía merecido por mi impaciencia. “Tu, por otro lado” prosiguió el maleante “no sabes sobre los años que viví en la calle. No tienes idea de lo que uno tiene que hacer pa’ sobrevivir. Claro (se rio con algo de ironía) tampoco te habría interesado hasta ahora que estuve cinco años en la cárcel por matar a un chamaquito solo por decir que tengo cara de mamao.”
Tragué fuerte y hondo. El calor me estaba azotando y los nervios me tenían sudando el doble. Quería quitarme el gabán, la camisa y quedarme en camisilla como mi posible raptor. No obstante mi cuerpo no obedecía mis órdenes. Por lo pronto, sin mis llaves, y sin el pleno uso de mis piernas no tenía como escapar.
“¿Sabes que Mario? Lo peor de la cárcel cuando uno es menor y está en una cárcel de adulto es que uno tiene que hacer cosas horrendas, innombrables para sobrevivir. Tú, por ejemplo, no habrías sobrevivido ni un día. Tipo a ti te habrían matado. O peor aun” Cerró los ojos como evitando ver algo del pasado. “Yo sé que en tu caso tienes guardias privados que te protegen a ti y los tuyos. No todos en la vida tenemos ese privilegio. Peor aún, esos guardias son solamente una ilusión. Lo único que yo necesitaría sería esperar, si quisiera hacerte daño. Un día que uno de ellos estuviera enfermo, o distraído y BRRRRAAAAAAA.” Este grito me hizo saltar y golpearme la cabeza con el techo del auto. El maleante se carcajeó perversamente mientras se rascaba el codo con mis llaves. “Como te dije Mario yo sé de ti mucho, y tu de mi no sabes casi nada.” Sonriendo ahora con algo de candidez me extendió la mano con mis llaves y dijo. “Lo único importante que debes saber es que si hace un mes atrás hubieras prestado algo de atención al bautismo que se hizo en tu piscina sabrías todo lo que te acabo de decir. Dios te bendiga, nos vemos que voy tarde.”